Ponce, Boriken - En octubre del pasado 2008, la administración del alcalde de Ponce, Sr.
Francisco Zayas Seijo, resolvió finalmente sobre el destino de un proyecto pendiente de su antecesor municipal, el fenecido
Rafael ‘Churumba’ Cordero. Este último se había enterado de la nueva documentación histórica y arqueológica que resolvían el largo debate sobre el lugar de las tierras del cacique mayor de la Isla en tiempos precoloniales y que se lo adjudicaban distintos municipios de la costa sur. Los nuevos datos revelaban que fue la región del Ponce actual el escenario del primer cacicazgo, o gobierno regional en las Antillas que se desarrolló entre los siglos séptimo y octavo d.C; que las tierras patrimoniales de sus caciques mayores – que tenían por apellido el título de
Agüeybaná – tenían sus poblados en la misma región, y que esta región entonces se llamó
Cayabo, término que sobrevive arrinconado como barrio en Juana Díaz, que era parte del Ponce Mayor hasta principios del siglo 19.
La investigación arqueológica indica también que el asentamiento indígena más grande del valle ponceño donde habitarían los caciques Agüeybaná comprendía el sector de Caracoles y se extendía de allí extensamente bajo la zona urbana moderna.
El Alcalde Cordero ordenó erigir una estatua para el cacique
Agüeybaná II y designó una plaza elegante y digna a construirse en la céntrica esquina citadina al lado del Teatro La Perla, donde existió anteriormente una estación de bomberos. El alcalde Churumba comprendió la nostalgia indígena que yace en la conciencia insular, la simpatía que lo taíno despierta como distintivo cultural y también entendió la importancia arqueológica de Ponce y la necesidad de su defensa como parte de la agenda municipal.
La estatua se diseñó y se envió a fundir a México y se comenzaron las obras de construcción de la Plaza. Tuvimos la oportunidad de ver la impresionante maqueta en las oficinas de los arquitectos del proyecto. En ésta se representaba un elegante parque pasivo, techado pero abierto hacia el exterior con pensamientos y citas históricas que labraría el artista
Antonio Martorell en sus paredes, todo dentro de un ambiente pasivo para el descanso del transeúnte y alivio del visitante y con una hermosa y refrescante fuente dentro de la cual se alzaría la figura del primer héroe nacional puertorriqueño, aquel que irónicamente fue desplazado de tal sitial por su contraparte invasor,
Juan Ponce de León, personero casual a la región y con quien la ciudad tan sólo comparte el nombre.
Churumba Cordero había comprendido la importancia cívica de los símbolos nacionales y su revitalización constante (que en toda América se inician con el reconocimiento a un cacique heroico como
Hatuey en Cuba,
Enriquillo en Santo Domingo,
Guaicaipuro en Venezuela y demás) pero, lamentablemente, murió antes de ver culminado su proyecto. La estatua regresó de México y la almacenaron en alguna instalación municipal mientras el futuro del proyecto permaneció en silencio por unos años.
Finalmente, en el mes de octubre del 2008, exactamente quinientos años después de la llegada de Juan Ponce de León a la costa del Cayabo, fecha simbólica del inicio de la conquista de la Isla, y también a un mes de la contienda electoral última, la administración de Zayas Seijo trasladó la estatua a una esquina sureña de la ciudad, en el cruce de las avenidas número 2 y 10, y a unos metros de Plaza del Caribe. Allí se ha levantado un humilde parquecito, con unos faroles y unos bancos metálicos en un escenario que pasa desapercibido para los que transiten sus avenidas aledañas, a menos que tengan la suerte de que les coja la luz roja. Los que logren advenir al inadecuado lugar verán entonces el sitio a que han relegado al primer patriota borincano, cuya biografía hemos publicado recientemente con el título de Agüeybaná el bravo: La recuperación de un símbolo, de la Editorial Puerto.
Pero el lugar lo dignifica una hermosa ceiba que sirve a la estatua de trasfondo y, después de todo, está ubicada en Caracoles, el sector, urbano hoy, donde posiblemente nació y vivió nuestro héroe indígena.
Zayas Seijo perdió las elecciones y no llegó a inaugurar la
Plaza Agüeybaná. La sucesora a la poltrona posiblemente no se haya enterado del asunto y, a la postre, nadie le ha dado la bienvenida oficial al cacique mayor de Borikén, de vuelta a sus tierras ancestrales, al lugar de quien debió haber dado nombre a la Perla del Sur.
Los caciques taínos son símbolos de la primera raíz de la cultura puertorriqueña. El más reverenciado y, a la vez, el más controvertido lo ha sido el recuerdo del cacique Agüeybaná, jefe de la confederación de pueblos que se alzó contra el poder español en l510, y sobre el cual cayó la ira de los cronistas de la época y su eco en la historiografía local.
Su rescate de esa rutina colonial viscosa y deformante de lo que fue el mundo indígena, su gente y su cacique heroico, ha sido tarea intuitiva de nuestros poetas nacionales como
Llorens Torres y
Juan Antonio Corretjer. También se le debe a la paciente reconstrucción de numerosos investigadores a lo largo de ya más de un siglo. Historiadores, lingüistas, arqueólogos, antropólogos forenses, paleógrafos y sectores del pueblo sensibles al significado de esa porción de su herencia histórico-cultural y que van posibilitando, si bien a pasos lentos, el disfrute de la memoria de aquel pasado y su reincorporación a la cultura puertorriqueña viva.
En vista del olvido en que cayó la humilde escultura en aquel pequeño parquecito al margen de unas muy transitadas avenidas de la urbe ponceña, un grupo indigenista,
la Confederación Unida del pueblo Taíno, invitó a este servidor como conferenciante, y junto a unos cuarenta o cincuenta estudiantes y allegados, inauguraron el monumento a Agüeybaná y rindieron homenaje a su memoria con flores, cánticos, bailes, voces y testimonios.
También decretaron allí, este pasado 19 de noviembre, el entierro del día del descubrimiento y de
Cristóbal Colón como su símbolo colonial. En su lugar, sembraron para la memoria el día de Agüeybaná el Bravo, a conmemorarse en lo sucesivo cada 19 de noviembre. Ese asalto a uno de los cuarteles más emblemáticos del colonialismo insular ocurrió sin resonancia inmediata en la prensa, como suelen ser los hechos importantes. Aquel ritual en un rincón de la ciudad señorial es significativo porque se sembró en el ánimo y en los corazones de un puñado de boricuas, dispuestos a afirmar sus distintivos culturales en la historia de este pueblo y en la necesidad anímica por darle sentido a la vida en una sociedad donde el sentido es una de sus victimas más cotidianas. éste es un dramático contraste con los estrepitosos fracasos del Estado por reimplantar monumentalmente las arcaicas valoraciones culturales como lo es el caso del adefesio a Cristóbal Colón, que no despega ni despierta en el ánimo de nadie; o como también es el caso de la escultura a las tres culturas de la supuesta identidad puertorriqueña, reciclaje de la vieja y desprestigiada noción de las tres razas, que ahora se apellida ‘de las tres etnias’. Pero el símbolo sigue siendo racial, racista y simplón.
Esta noción, como la de Colón, son reducciones, caricaturas, de procesos que la antropología moderna ni el conocimiento histórico avalan ni el entusiasmo cívico admite ya. No mencionemos la infeliz inversión legislativa que pretende hacer iconos culturales de los mandatarios estadounidenses que en alguna época pasaran, como Colón, por aquí, sin más cualificaciones morales o intelectuales que los legitimen.
Con nuevos símbolos
lacayos ni se eleva el aprecio a la cultura norteamericana ni se entusiasma el sentimiento cívico. Blancos al tiro de huevos serán o, en el mejor de los casos, depósitos para que las palomas sanjuaneras amplíen su deferencia diaria a las estatuas de la capital.
Tenemos que admitir que las palomas sanjuaneras han sido las únicas en reivindicar nuestra morosidad cómplice en erradicar los monumentos al colonialismo que nos ofenden y nos ridiculizan.
Autor: Jalil Sued Badillo
Fuente: CLARIDAD